La inauguración del festival estuvo signada por un repertorio en su mayoría de estreno para Cuba, que abraza desde composiciones de finales del romanticismo, de la prolífica compositora francesa Mel Bonis, escasamente conocida en nuestras salas de concierto, hasta el virtuosismo del maestro cubano José María Vitier.
Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco y como ninguna ciudad puede alcanzar la lucidez sin sonidos, nuevamente la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís es cómplice del sortilegio y la belleza desplegada por el Festival Habana Clásica, que este año arriba a su V edición, para el regocijo de quienes esperamos con ansias que se eleven las cortinas del silencio.
En esta ocasión, el equipo organizador del festival, con la dirección artística de Marcos Madrigal y la producción general de Lorenzo Suárez, nos abre una ventana a universos sonoros poco explorados en los escenarios habaneros. Si en la pasada edición fueron los violines, flautas y chelos alemanes, holandeses, suecos e italianos… los que marcaron pauta, esta vez seguramente nos enamorarán los sonidos que llegan desde los lugares del sol naciente y el poniente: el Máshrek y el Magreb, hasta la legendaria cuna de los griots, en el corazón de Mali. Más allá del academicismo europeo hay demasiada belleza por descubrir todavía, historias que nos colocan en el camino de pueblos y culturas ancestrales. Un verdadero festival de música clásica debe ser el termómetro de todas las voces, algo que en esta edición comienza a manifestarse.
La inauguración del festival estuvo signada por un repertorio en su mayoría de estreno para Cuba, que abraza desde composiciones de finales del romanticismo, de la prolífica compositora francesa Mel Bonis, escasamente conocida en nuestras salas de concierto, hasta el virtuosismo del maestro cubano José María Vitier. Además, ha traído a escena el talento de dos figuras imprescindibles en el panorama actual de la música contemporánea: el violín libanés de Layale Chaker y el clarinete sirio de Kinan Azmeh. Narrar un concierto tiene cierta perversidad ante aquellos que no pudieron degustarlo o los que, aunque presentes, permanecieron ajenos a ciertos detalles. La sala está colmada, es un reinicio esperado el de este festival.
Mientras cae la noche en la ciudad, la flauta inicia un vuelo que el piano y el violín sostienen, no puede ser de otra forma en una cita dedicada al maestro Ondina. La Suite en Trío, Op. 59 lo inunda todo. Tres virtuosos intérpretes de nuestra tierra hacen galas de su oficio. Niurka González en la flauta, Lissy Abreu al violín y Marcos Madrigal al piano, construyen un puente de acordes, mientras Malva Rodríguez pasa las partituras. Algunos cierran los ojos para escuchar mejor, otros intentan capturar el momento con su celular. Después del Scherzo vuelven los aplausos.
Se escucha las Bienaventuranzas. No es la primera vez que Niurka y Marcos interpretan estos acordes juntos, pero pareciese todo un descubrimiento. Pequeñas piezas, versos de esperanza e inquietud, que Vitier ha compuesto en los meses transcurridos durante el confinamiento, pero que hoy nos sobrecogen con disímiles significados. Niurka sonríe y aprieta el entrecejo, sin dejar de tocar, siempre da gusto verla domesticar el instrumento con su soberbio talento. Hay un maridaje perfecto entre la flauta y el piano.
“Bravo”, es la palabra que el público grita desde los asientos, con un manojo de sensibilidades encontradas. En medio de las ovaciones alguien sube al escenario a acomodar los elementos. Ciertos instrumentos de percusión atrapan nuestra atención: un djembe. Para muchos este repertorio es solo un pasaje a revisitar en alguna película; para otros, un sueño cumplido la posibilidad de escucharlo en esta ciudad, en una sala de concierto. El oído se educa, pero son del alma las intuiciones.
Layale Chaker sube al tabloncillo. Es su primera vez en La Habana. Antes de tocar le habla al público en un inglés perfecto. Del álbum debut de esta joven violinista y compositora, nacido en el ajetreo de algunos viajes entre Beirut, París y Londres, y grabado en 2018 en Nueva York, la Suite from Inner Rhyme descubre al auditorio un tejido de sonidos que explora la estética de la poesía árabe, espacio en el que lo atávico y espiritual se funden. Su violín hiere el silencio, como si descorriese el hilo de una historia antigua, suyo es el protagonismo del primer momento. El arco, en su gesto, va traduciéndonos las formas vernáculas y modernas, los testimonios de vida, la oscuridad y las luces que emergen de la métrica de su tierra. A quienes escuchamos nos abraza la nostalgia. Frescura y maestría en las manos de Layale, cuando invoca cada frase.
En unos instantes de mudez se escucha al fondo el redoble de las campanas. Después de todo estamos en un lugar sacro. Vuelven los aplausos y entran nuevamente los músicos. Cuando algunos comienzan a preguntarse si el último artista invitado de la velada está retrasado, descubrimos un sonido peculiar al fondo de la sala. Es inevitable que nos giremos para indagar, curiosamente con la vista, al clarinete sirio que avanza hacia nosotros. Viene de atrás, con un gesto humilde y entusiasta, como saludando al copioso público que se ha dado cita esta noche para recibirle.
Se escucha 139th Street, de la Suite for Improvisor & Orchestra. Esos sonidos que percibe, o imagina, por las madrugadas en su vecindario, regresan. Qué privilegio escuchar al virtuoso Kinan Azmeh en La Habana. Sonidos en enjambre, exquisita mixtura con la percusión y las cuerdas. La atmósfera in crescendo. En nuestros oídos se combinan pinceladas de música clásica, jazz y el alma de Damasco. El clarinetista sirio es un poeta, abre las puertas desde adentro, nos seduce entre el respeto y el atrevimiento. Los instrumentos se alimentan unos a los otros, en una infraestructura de ritmos que parece apoderarse de nuestra carne. Hay un viaje en el sentido más auténtico, somos conscientes de nuestra propia mortalidad y nuestro suelo deja de tener frontera.
Ha de notarse en la confluencia la maestría con la que los músicos cubanos interpretan el repertorio. Nadie sospecharía que han sido unas pocas horas de ensayo las que han provocado la magia. Lissy Abreu Ruiz (violín), Alejandro Aguiar (percusión), Raiza Valdés Ortega (viola), Amaya Justiz Robert (violonchelo) y Olivia Rodríguez (contrabajo) otorgan vida a las piezas de Layale y Kinan. Los vemos florecer en medio de cada movimiento con una alianza que solo la música sabe urdir.
La cita culmina con el auditorio en pie, satisfecho y con ansias de más. La aventura vuelve a comenzar. Están abiertas las puertas. Solo queda entregarnos a la magia del sonido y ver qué mundos atravesarán su umbral. Después de todo vivir la música se trata de eso, habitar sus historias, sus gestos, sus arquitecturas sonoras y mirar con los ojos cerrados el éxtasis del otro.
Por Giselle Lucía Navarro, Caimán Barbudo
Disponible en: https://medium.com/el-caim%C3%A1n-barbudo/si-no-fuera-por-la-m%C3%BAsica...