Voy a hablar de lo que viví y sentí y lo hago, casi, para reverenciar una lágrima contenida, multiplicada y compartida: ocurrió en el Karl Marx, el teatro de los grandes acontecimientos (así lo llaman) al asistir al segundo concierto que ofreció Silvio Rodríguez. Otros colegas han hablado sobre el tema, pero me centro en una sola experiencia: la mía, la del pasado sábado 10 de mayo.
El primer impacto (visual) fue la escenografía de Ernesto Rancaño --un artista difícil, casi imposible, de entrevistar ¡hace más de nueve años lo intento sin resultado satisfactorio! y es que, parece, su timidez es más fuerte que mi insistencia-- que da continuidad al aliento que le imprimió al disco Expedición.
El sentido instalativo de la escenografía es obvio: una inmensa tijera que pende ¿sobre nuestras cabezas?, una herradura ¿símbolo de la buena suerte?, una pala ¿es acaso el trabajo lo decisivo?, un cachumbambé ¿a veces abajo, otras arriba?, un imperdible o, mejor, un alfiler de criandera ¿algo que afianza, que sostiene?, un unicornio ¿mítico o real con la bandera cubana cual cuerno salvador? No sé, habría que preguntarle a Rancaño cada detalle, pero el resultado fue una atmósfera entre onírica y lúdica. De todas maneras, Rancaño no iba a contestar. No le gusta explicar el arte y en eso, tiene toda la razón.
Otro elemento del que muchas veces no se habla es del diseño de luces, en esta oportunidad bajo la responsabilidad de Manuel Garriga. Cada momento de la presentación estuvo pensado con un color diferente que se movió en la gama del azul intenso al tierno cielo y, luego, al amarillo más brillante que, en más de una oportunidad, iluminó la impresionante sala. Los seguidores, las torres auxiliares y ¡hasta las sombras que siempre van asociadas a las luces!, se pensaron a partir de un concepto abarcador. Fue un concierto con sutil puesta en escena, con dramaturgia del color. Así es como es.
Aplausos para Jerzy Belc (Jurek) y Ernesto Estrada, ambos responsables del sonido, un elemento indispensable cuando de música se habla: pudo sentirse, es decir, escucharse no solamente acordes y textos sino respiraciones con un nivel de nitidez impresionante que nada tiene que ver con el alto volumen.
No hay nada más perturbador cuando prevalece el criterio del “nivel de audio”. No. El secreto está en escuchar bien, en poder disfrutar de lo que se ejecuta, tanto las voces como los acordes de cada instrumento. Eso se logró y con creces, también, gracias a la gestión de Ana Lourdes Martínez en la asesoría musical. Enhorabuena.
Oliver Martínez, en la percusión, supo hacer lo suyo. Tal parecía que ese jovencísimo músico asumía tamaño reto como algo bien sencillo, comúnmente natural.
Se sabe que no es así: hay que tener mucha espuela para batirse, por ejemplo, con el trío Trovarroco --integrado por César Bacaró (contrabajo), Maikel Elizarde (tres) Rachid López (guitarra)—que ha realizado un intenso recorrido por el camino de la música y tiene ya unos cuantos años de trabajo junto a Silvio. Pero Oliver –que apenas lleva dos junto al trovador-- salió airoso y eso habla a favor de su talento y, también, de una formación que la da, esencialmente, el estudio de la música. Aquí podemos recurrir a una gastada frase: “el futuro está garantizado” que, aunque no me gusta mucho, se ajusta.
Las muchachas de Sexto sentido, una exquisitez. Confieso que me impresionó no solamente el acople vocal sino su forma de inserción en el espectáculo --que no era de ellas-- y sin pretender robarle protagonismo a nadie se ganaron, por derecho propio, algunos de los mejores aplausos del concierto. Se fueron sumando con discreción, como damas que son, pero apabullaron con la versión de “El necio” que contó con la intervención cómplice y demoledora de Silvio.
Párrafo muy aparte merece Niurka González, ¡qué manera tiene esa muchacha de ejecutar la flauta y el clarinete! Se lució, de verdad, en la técnica y en el dominio de esos instrumentos que, aunque suenan muy dulces, requieren de condiciones físicas especiales. Los silencios, los matices y hasta la expresión corporal nos mostró a una artista joven y lúcida, femenina y enérgica. El público, que es sabio casi siempre, la premió como corresponde: aplausos trocados en ovación.
Algo verdaderamente formidable son los arreglos que, según tengo entendido le corresponden al propio Silvio. Fue imposible determinar qué canción se avecinaba porque están tan renovadamente arropadas, que son otras. Por muchas piedras que tiré, confieso, no acerté. Nunca di en el blanco.
Me llegó un Silvio revisitado por sí mismo, como diciendo estoy aquí, ahora, con ustedes, con temas de ayer de hoy y para mañana; casi pidiendo perdón por una obra tan grande ¿Cuántas canciones se quedaron fuera?, ¿qué cantidad de temas que debieron estar no se escucharon? Muchos. Pero, ¿es posible en un sólo concierto abarcarlo todo? Improbable ante una obra tan extensa e intensa. Ser goloso, seguramente, no funcionaría.
Y cuando el público pedía más, Silvio complació con ¡cuatro temas! Ahí fue cuando, al final, encendidas las luces de sala, traté de captar, en perspectiva, todo el lunetario: ¡más de cinco mil espectadores, de pie, en gesto agradecido aplaudían al trovador!
Todavía no sé por qué la lágrima que tuve al borde se me salió, pero no fui la única: el trovador Ángel Quintero, a mi derecha, pasaba por lo mismo y Evaristo, el chofer del Centro Martín Luther King, Jr., a mi izquierda, se comportaba igual; también le sucedió a María Santucho, la coordinadora del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, y a Euda Luisa, amiga y webmaster de la emisora Habana Radio ¿Entonces, Silvio, qué fibra tocaste?, ¿a qué reducto del arte acudiste?, ¿cuál resorte activaste para concentrar y desatar tanta emoción?
Te agradezco por convencernos (si es que había dudas) de que el arte puede hacernos mejores. Esa fue la Expedición que viví y sentí, la que me tocó.
Fuente: Por Estrella Díaz. Memoria. Boletín Centro Pablo de la Torriente Brau. Número 101, mayo de 2008