Más a menudo de lo que uno quisiera, nos encontramos meditando en torno a dónde nos pretende llevar la modernidad, específicamente en lo relativo a la tecnología de última generación para escuchar música. Es como si hubiera una intención preconcebida de no permitir zonas de silencio en nuestras vidas cotidianas. Si vas en un taxi, casi siempre te acompaña la música, como también pasa en cualquier ómnibus urbano o interprovincial. Si estás en una cola para entrar a la heladería Coppelia, de seguro que alguien disfruta de sus posibilidades de escuchar música, pero a un volumen asequible no solo para él, sino para todos los que estamos haciéndole compañía. Incluso, si vas de visita a la casa de un amigo, lo más probable es que pongan alguna música para ambientar la ocasión; con el mismo propósito, en determinados centros de trabajo existen bocinas para escuchar música. Por supuesto, en este recuento de generadores de música con que tropezamos a diario, no pueden faltar quienes salen a la calle con unos audífonos tan grandes como sombreros.
Lo más lamentable no es solo la posibilidad real de constatar que la modernidad quiere hacernos creer lo que nos podemos perder si no nos acompaña la música prácticamente en todos nuestros actos; sino que a determinado tipo de esa música que mucho se escucha a pesar de su naturaleza decadente, deberíamos nombrarla de otro modo. En tal sentido, se han relajado los parámetros usados para resaltar elogiosamente las supuestas condiciones de cualquiera de hacer música. Decidirse a reconocer en alguien la falta de talento y su incapacidad profesional para evocar las musas del arte musical, se ha reducido a que bien pudiera tenerse en cuenta como una mera valoración de nuestra opinión personal, nada más.
En medio de amargas cavilaciones, de cómo el mercado ha logrado inclinar la balanza a su favor por la capacidad de poder engañarnos acerca de aquello que realmente tiene una calidad cuestionable como si fuera algo excepcional en el universo de la música contemporánea, nos sorprende en el entorno cultural cubano una obra discográfica que obliga a hacer un alto en el camino. Les hablo del CD Habana-París del Dúo Ondina (Ojalá 2017), producción cuyo alcance estético llega mucho más allá que una excelente propuesta de música de cámara. Con más de 20 años de continuo bregar, el Dúo Ondina, conformado por la flautista Niurka González Núñez y la pianista María del Henar Navarro, ha conseguido moldear en este proyecto discográfico todo un paisaje sonoro que nos remite al valor primigenio de la belleza de la música para el ser humano. Desde el primer tema, titulado Fantasía, de Philippe Gaubert hasta el cierre con Preludio y Scherzo, de Henri Busser, nos quedamos emocionados ante el hallazgo de una auténtica inspiración que remueve verdades que perviven en nuestro interior más profundo.
Disfrutar de las recreaciones de Niurka en la flauta, es como contemplar el canto de las aves en un bosque hechizado donde nada ajeno puede interrumpir la prédica del arroyo a no ser el alegre bullicio de los niños, sensación que por momentos nos da a entender María desde las teclas del piano. Es el reencuentro con las esencias de una cultura forjada por la autoridad del virtuosismo que invita a soñar despiertos con el privilegio de existir.
Además, en la decisión de Niurka González de rendir homenaje a la escuela francesa de flauta que marca su formación como profesional, incide la presencia en el disco de maestros galos de comienzos del siglo XX, con piezas que reflejan el aliento de una época ajena a las transiciones coyunturales de nuestro tiempo; pretextos que permiten despojar a la música del fundamento puramente espiritual que la hace una expresión artística suprema. Por último, si del cubano Roberto Ondina, la crítica especializada se expresa en los términos encomiásticos que corresponden a un flautista que consideraron genial, el dúo que lleva su nombre, sencillamente constituye un monumento vivo que lo honra desde la altura del legado del prestigioso maestro.
Guille Vilar • Cuba lajiribilla@lajiribilla.cu
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